BLANCANIEVES. Los Hermanos Grimm

Posiblemente «BLANCANIEVES» sea uno de los cuentos de hadas más conocido en todo el mundo. Es el cuento número 53 de la colección de cuentos de los Hermanos Grimm. Tiene todos los ingredientes de un cuento clásico: una niña buena, un príncipe y una malvada bruja; además aparecen los siete enanitos, un espejo mágico, un bosque misterioso y una manzana encantada. ¿Se necesita algo más? Perfecto. Es inevitable que se hagan versiones a montón.

Las múltiples versiones

Quizá la más conocida sea la de Walt Disney que en 1937 nos dejó una preciosa versión en dibujos animados con los enanitos más encantadores que se puedan imaginar; fue la primera película animada de Walt Disney. Si no la habéis visto, os la recomiendo sin dudar.

Y hace poco, en 2012, el cine español nos dejó «Blancanieves», una película muda y en blanco y negro con Maribel Verdú y Macarena García como protagonistas. Impresionantes las dos; también impresionante trabajo del equipo y una música que acompaña a la trama a la perfección. Otra que os aconsejo.

El original es un bellísimo texto con un estupendo comienzo, un buen desarrollo y un rapidísimo desenlace. Si leéis la versión original vais a descubrir muchas cosas que no sabéis sobre Blancanieves. Por ejemplo, que la madrastra se come el hígado y los pulmones de su hijastra (no lo son realmente, pero ella no lo sabe) o que la manzana es ¡el cuarto intento de asesinato! Dura Blancanieves y pertinaz reina malvada. Además, no hay «beso de amor verdadero«. Y atención al castigo de la madrastra (solo para los más fuertes).
Seguro que disfrutáis de esta lectura tanto o más que de las películas.

SOBRE LOS AUTORES

Los Hermanos Grimm (Jacob y Wilheim) fueron dos escritores alemanes del siglo XIX que han pasado a la historia de la literatura alemana por sus aportaciones tanto filológicas como cuentísticas. Se les considera creadores de la filología alemana, tras publicar obras como «Diccionario alemán«, «Gramática alemana» y «Mitología alemana«. Fuera de las fronteras de su país son conocidos por sus «Cuentos de la infancia y del hogar», donde están incluidos títulos tan famosos como La Cenicienta, El lobo y los siete cabritillos o Pulgarcito. Todos sus cuentos fueron recogidos de versiones orales, por ello son recopiladores. Sus primeras versiones son más duras (más reales, habría que decir), decían que sus cuentos «no eran para niños«; pero se vieron obligados a retocar y suavizar muchos de ellos para hacerlos más accesibles al público infantil.

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BLANCANIEVES

Era un crudo día de invierno y los copos de nieve caían del cielo como blancas plumas. La Reina cosía junto a una ventana, cuyo marco era de ébano. Y como mientras cosía miraba caer los copos, con la aguja se pinchó un dedo y tres gotas de sangre cayeron sobre la nieve. El rojo de la sangre destacaba sobre el fondo blanco y ella pensó: «¡Ah, si tuviera una hija blanca como nieve, roja como sangre y negra como ébano!». No mucho tiempo después le nació una niña que era blanca, sonrosada y de cabello negro; y por eso le pusieron por nombre Blancanieves. Pero al nacer ella, murió la Reina.

Un año más tarde, el Rey volvió a casarse. La nueva Reina era muy bella, pero orgullosa y altanera. Tenía un espejo mágico y cada vez que se miraba, le preguntaba:

-«Espejito, dime una cosa: ¿quién es la más hermosa de este reino?».

Y el espejo le contestaba, invariablemente:

-«Señora Reina, tú eres la más hermosa».

La Reina quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía siempre la verdad. 

Blancanieves fue creciendo y se hacía más bella cada día. Cuando cumplió los siete años, era tan hermosa como la luz del día y mucho más que la misma Reina. Al preguntar ésta un día al espejo:

-«Espejito, dime una cosa: ¿quién es la más hermosa de este reino?». Respondió el espejo:

-«Señora Reina, tú eres como una estrella, pero Blancanieves es mil veces más bella».

Se espantó la Reina, palideciendo de envidia y, desde entonces, cada vez que veía a Blancanieves sentía que se le revolvía el corazón; tal era el odio que abrigaba contra ella. Y la envidia y la soberbia, como las malas hierbas, crecían cada vez más altas en su alma, no dejándole un instante de reposo, de día ni de noche.

Finalmente, llamó un día a un servidor y le dijo:

-Llévate a la niña al bosque; no quiero tenerla más tiempo ante mis ojos. La matarás y en prueba de haber cumplido mi orden, me traerás sus pulmones y su hígado.

Obedeció el cazador y se marchó al bosque con la muchacha. Pero cuando se disponía a clavar su cuchillo en el inocente corazón de la niña, se echó esta a llorar:

-¡Piedad, déjame vivir! -suplicaba-. Me quedaré en el bosque y jamás volveré al palacio.

Y era tan hermosa, que el cazador, apiadándose de ella, le dijo:

-¡Márchate!

Y pasaba por allí un cachorro de jabalí, lo degolló, le sacó los pulmones y el hígado, y se los llevó a la Reina como prueba de haber cumplido su mandato. La perversa mujer los entregó al cocinero para que se los guisara y se los comió convencida de que comía la carne de Blancanieves.

La pobre niña se encontró sola y abandonada en el inmenso bosque. No sabiendo qué hacer, echó a correr por entre espinos y piedras puntiagudas. Entonces vio una casita y entró en ella para descansar.

Todo era diminuto en la casita, pero primoroso y limpio. Había una mesita cubierta con un mantel blanquísimo, con siete minúsculos platitos y siete vasitos; y al lado de cada platito había su cucharilla, su cuchillito y su tenedorcito. Alineadas junto a la pared se veían siete camitas, con sábanas de inmaculada blancura.

Blancanieves, como estaba muy hambrienta, comió un poquito de legumbres y un bocadito de pan de cada plato, y bebió una gota de vino de cada copita, pues no quería tomarlo todo de uno solo. Luego, sintiéndose muy cansada, quiso echarse en una de las camitas; pero ninguna era de su medida: resultaba demasiado larga o demasiado corta; hasta que, por fin, la séptima le vino bien; se acostó en ella, se encomendó a Dios y se quedó dormida.

Cerrada ya la noche, llegaron los dueños de la casita, que eran siete enanos mineros. Encendieron sus siete lamparillas y notaron que alguien había entrado, pues las cosas no estaban en el orden en que ellos las habían dejado al marcharse.

Dijo el primero:

-¿Quién se sentó en mi sillita?

El segundo:

-¿Quién ha comido de mi platito?

El tercero:

-¿Quién ha cortado un poco de mi pan?

El cuarto:

-¿Quién ha comido de mi verdurita?

El quinto:

-¿Quién ha pinchado con mi tenedorcito?

El sexto:

-¿Quién ha cortado con mi cuchillito?

Y el séptimo:

-¿Quién ha bebido de mi vasito?

Luego, el primero, recorrió la habitación y, viendo un pequeño hueco en su cama, exclamó alarmado:

-¿Quién se ha subido en mi camita?

Acudieron corriendo los demás y exclamaron todos:

-¡Alguien estuvo echado en la mía!

Pero el séptimo, al examinar la suya, descubrió a Blancanieves, dormida en ella. Llamó entonces a los demás, los cuales acudieron presurosos y no pudieron reprimir sus exclamaciones de admiración cuando, acercando las siete lamparillas, vieron a la niña.

-¡Oh, Dios mío!, ¡qué criatura más hermosa!

Y fue tal su alegría, que decidieron no despertarla. Al clarear el día se despertó Blancanieves y, al ver a los siete enanos, tuvo un sobresalto. Pero ellos la saludaron afablemente y le preguntaron:

-¿Cómo te llamas?

-Me llamo Blancanieves-respondió ella.

-¿Y cómo llegaste a nuestra casa?

Ella les contó toda su aventura y los enanos le preguntaron:

-¿Quieres cuidar de nuestra casa? ¿Cocinar, hacer las camas, lavar, remendar la ropa y mantenerlo todo ordenado y limpio? Puedes quedarte con nosotros y nada te faltará.

-¡Sí! -exclamó Blancanieves-. Con mucho gusto.

A partir de entonces, cuidaba la casa con todo esmero. Por la mañana, ellos salían a la montaña en busca de mineral y oro, y al regresar, por la tarde, encontraban la comida preparada. Durante el día, la niña se quedaba sola y los enanitos le advirtieron:

-Guárdate de tu madrastra. ¡No dejes entrar a nadie!

La Reina, entretanto, desde que creía haberse comido los pulmones y el hígado de Blancanieves, vivía segura de volver a ser la primera en belleza. Se acercó un día al espejo y le preguntó:

-«Espejito, dime una cosa: ¿quién es de este reino la más hermosa?». Y respondió el espejo:

-«Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella».

La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía y se dio cuenta de que el cazador la había engañado; Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces en otra manera de deshacerse de ella. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida.

Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó:

-¡Vendo cosas buenas y bonitas!

Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:

-¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender?

-Cosas finas, cosas finas -respondió la Reina-. Lazos de todos los colores.

-«Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer», pensó Blancanieves y abrió la puerta para comprar un primoroso lacito.

-¡Qué linda eres, niña! -exclamó la vieja-. Ven, que yo misma te pondré el lazo.

Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta.

-¡Ahora ya no eres la más hermosa! -dijo la madrastra, y se alejó precipitadamente.

Al cabo de poco rato, regresaron los siete enanos y vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo. La niña comenzó a respirar  y fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron:

-La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Ten cuidado.

La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó:

-«Espejito, dime una cosa: ¿quién es de este reino la más hermosa?»

Y respondió el espejo, como la vez anterior:

«Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella».

Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón, pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. «Esta vez -se dijo- idearé una trampa de la que no te escaparás», y fabricó un peine envenenado. Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja y llamó a la puerta de los siete enanos.

-¡Buena mercancía para vender! -gritó.

Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo:

-Sigue tu camino, que no puedo abrirle a nadie.

-¡Al menos podrás mirar lo que traigo! -respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta.

Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja:

-Ven que te peinaré como Dios manda.

La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; mas apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible.

-¡Dechado de belleza -exclamó la malvada bruja-, ahora sí que estás lista!

Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.

La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo:

-«Espejito, dime una cosa: ¿quién es de este reino la más hermosa?»

Y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin:

-«Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella».

Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia.

-¡Blancanieves morirá, aunque me haya de costar a mí la vida!

Y preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo:

-No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

-Como quieras -respondió la campesina-. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una.

-No -contestó la niña-, no puedo aceptar nada.

-¿Temes acaso que te envenene? -dijo la vieja-. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca.

La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo:

-¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos.

Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo:

-«Espejito, dime una cosa: ¿quién es de este reino la más hermosa?». Le respondió el espejo, al fin:

-«Señora Reina, eres la más hermosa en todo el reino».

Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón.

Los enanito, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta. La colocaron en un ataúd y los siete la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, dijeron:

-No podemos enterrarla en tierra.

Mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos los lados. La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: «Princesa Blancanieves». Después lo transportaron a la cumbre de la montaña y uno de ellos estaba siempre allí velándola.

Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano. Sucedió, entonces, que un príncipe se dirigió a la casa de los enanitos para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos:

-Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan.

Pero los enanos contestaron:

-Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos.

-En tal caso, regálenmelo -propuso el príncipe-, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.

Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida.

Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

-¡Dios Santo!, ¿dónde estoy?

Y el príncipe le respondió, loco de alegría:

-Estás conmigo -y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo:

-Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa.

Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor.

A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó:

-«Espejito, dime una cosa: ¿quién es de este reino la más hermosa?».

Y respondió el espejo:

-«Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella».

La malvada mujer soltó una palabrota. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.

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