EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR. Hans Christian Andersen

EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR, de Hans Christian Andersen. Uno de los cuentos clásicos más conocidos que sigue tan de moda como cuando se escribió, en el Romanticismo.

Dos versiones

Os recomiendo que leáis también el relato de Don Juan Manuel. Comparad ambos autores, estilos y tema.

En mi opinión, la versión española titulada «LOS BURLADORES QUE HICIERON EL PAÑO«, de don Juan Manuel gana por mucho, muchísimo. Bravo por «El Conde Lucanor«. ¿Qué opinas tú?

El tema

El engaño y la ignorancia. Estos son los dos temas sobre los que el cuento nos hace reflexionar. Un par de estafadores engaña al rey y todos los demás, aunque saben que todo es mentira, son incapaces de decirlo. Es un niño quien finalmente les hace ver que han sido víctimas de un timo.

El cuento se puede interpretar como una metáfora de la ignorancia colectiva: individualmente los protagonistas saben que todo es mentira pero colectivamente mantienen una situación falsa.

Sobre el autor

Hans Christian Andersen (1805-1875) fue un escritor danés conocido mundialmente por sus cuentos.

Criado en una familia pobre (dedicó a su madre el relato “La pequeña cerillera”, donde deja constancia de su terrible situación económica), demostró tener una gran imaginación ya desde niño.

Su primera intención fue ser cantante de ópera, pero su voz no era lo suficientemente buena. Así se dedicó a viajar y a plasmar en periódicos y libros sus experiencias.

Escribió varias novelas, libretos para óperas y poemas. Pero serán sus cuentos de hadas los que lo harán famoso: LOS ZAPATOS ROJOS, LAS HABICHUELAS MÁGICAS, LA CERILLERA son algunos de sus títulos más conocidos.

La maestría y la sencillez expositiva logradas por Andersen en sus cuentos no sólo contribuyeron a su rápida popularización, sino que consagraron a su autor como uno de los grandes genios de la literatura universal. Dirigidas en principio al público infantil, aunque admiten sin duda la lectura a otros niveles, las narraciones de Andersen se desarrollan en un escenario donde la fantasía forma parte natural de la realidad y las peripecias del mundo se reflejan en historias que, no exentas de un peculiar sentido del humor, tratan de los sentimientos y el espíritu humanos. (En Biografías y Vidas)

Como curiosidad, escribió un libro de viajes sobre España, donde alaba Toledo, Granada, Alicante y Málaga.

Su vida sentimental nunca fue dichosa; relaciones amorosas sin buenos finales y, al parecer, una homosexualidad reprimida.

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EL TRAJE NUEVO DEL EMPERADOR

Hace muchos años había un Emperador tan aficionado a los trajes nuevos, que gastaba todas sus rentas en vestir con la máxima elegancia.

No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni por salir de paseo, a menos que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un vestido distinto para cada hora del día, y de la misma manera que se dice de un rey: “Está en el Consejo”, de nuestro hombre se decía: “El Emperador está en el vestuario”.

La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre y bulliciosa. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros y una vez se presentaron dos trúhanes que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que las prendas con ellas confeccionadas poseían la milagrosa virtud de ser invisibles a toda persona que no fuera apta para su cargo o que fuera irremediablemente estúpida.

-¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué funcionarios del reino son ineptos para el cargo que ocupan.

Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, que se embolsaron bonitamente.

«Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto cohibido, a saber, que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz.

«Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores” -pensó el Emperador.

El viejo y digno ministro se presentó ante los dos embaucadores, que seguían trabajando en los telares vacíos. « ¡Dios nos ampare! -pensó el ministro, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, no soltó palabra.

Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos desencajados, pero sin ver nada, puesto que nada había. “¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído; nadie tiene que saberlo”

-¿Qué? ¿No dice Vuecencia nada del tejido? -preguntó uno de los timadores.

-¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha gustado.

-Nos da una buena alegría -respondieron los dos tejedores. El viejo tuvo buen cuidado de retener las explicaciones para poder repetirlas al Emperador; y así lo hizo.

Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues ni una hebra se empleó en el telar.

Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver. Pero…

-¡Es digno de admiración! -dijo al Emperador.

Todos los moradores de la capital hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales figuraban los dos probos funcionarios de marras, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros.

-¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos honrados dignatarios-

«¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso».

-¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me gusta, la apruebo-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada.

Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, pero ninguno sacaba nada en limpio; no obstante, todo era exclamar, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!

El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales.

Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos embaucadores estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Finalmente, dijeron: -¡Por fin, el vestido está listo!

Llegó el Emperador y los dos trúhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron:

-Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. Aquí tienen el manto… Las prendas son ligeras como si fuesen de telaraña; uno creería no llevar nada sobre el cuerpo.

-¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había.

-¿Quiere dignarse Vuestra Majestad quitarse el traje que lleva -dijeron los dos canallas- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo?

Quitose el Emperador sus prendas e hicieron como si le atasen algo, la cola seguramente; y el Monarca todo era dar vueltas ante el espejo.

-¡Dios, y qué bien le sienta, le va estupendamente! -exclamaban todos.

-El palio bajo el cual irá Vuestra Majestad durante la procesión, aguarda ya en la calle – anunció el maestro de Ceremonias.

-Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y volviose una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido.

Los ayudas de cámara encargados de sostener la cola bajaron las manos al suelo como para levantarla, y avanzaron con ademán de sostener algo en el aire; por nada del mundo hubieran confesado que no veían nada. Y de este modo echó a andar el Emperador bajo el palio, mientras el gentío, desde la calle y las ventanas, decía:

-¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola!

Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél.

-¡Pero si no lleva nada! -exclamó de pronto un niño.

-¡Dios bendito, escuchen la voz de la inocencia! -dijo su padre; y todo el mundo se fue repitiendo al oído lo que acababa de decir el pequeño.

-¡No lleva nada; es un chiquillo el que dice que no lleva nada!

-¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero.

Aquello inquietó al Emperador, pues barruntaba que el pueblo tenía razón; mas pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y los ayudas de cámara continuaron sosteniendo la inexistente cola.

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