LOS ZAPATOS ROJOS. Hans Christian Andersen

Siempre me ha llamado la atención este cuento de Andersen, LOS ZAPATOS ROJO«; no por su delicadeza ni por su ternura, sino por la crueldad tan profunda que aflora en cada línea. Me da miedo y no me cabe duda de que los niños lo escucharán aterrorizados. Fijaos en el soldado viejo y tullido o en el verdugo que le corta los pies. O en frases como esta: «Bailarás hasta que la piel se te arrugue y te conviertas en un esqueleto«. ¡Pobre Karen!

La moraleja

Como todos los cuentos clásicos tiene un fin didáctico; es una manera de «enseñar deleitando». La moraleja en esta caso: «La presunción, el orgullo, la vanidad y la desobediencia siempre son duramente castigados». Una moraleja es actual, como en todos los cuentos clásicos que, por eso, duran y duran.

NOTA. Esta es una versión resumida.

Sobre el autor

Hans Christian Andersen (1805-1875) fue un escritor danés conocido mundialmente por sus cuentos. Criado en una familia pobre (dedicó a su madre el relato La pequeña cerillera, donde deja constancia de su terrible situación económica), demostró tener una gran imaginación ya desde niño. Su primera intención fue ser cantante de ópera, pero su voz no era lo suficientemente buena. Así se dedicó a viajar y a plasmar en periódicos y libros sus experiencias. Escribió varias novelas, libretos para óperas y poemas. Pero serán sus cuentos de hadas los que lo harán famoso: El patito feo, La sirenita o El traje nuevo del emperador son algunos de sus títulos más conocidos.

Como curiosidad, escribió un libro de viajes sobre España, donde alaba Toledo, Granada, Alicante y Málaga.

Su vida sentimental nunca fue dichosa; relaciones amorosas sin buenos finales y, al parecer, una homosexualidad reprimida.

Puede interesarte

LOS ZAPATOS ROJOS

Había una vez una niñita que era muy pequeña y delicada, pero que andaba siempre descalza por su pobreza. Para el invierno sólo tenía un par de zuecos que le dejaban los tobillos terriblemente lastimados.

En el centro de la aldea vivía una anciana zapatera que hizo un par de zapatitos con unos retazos de tela roja. Quedaron algo feos, pero hechos con la mejor intención para Karen, que así se llamaba la niña. La mujer le regaló el par de zapatos, que Karen estrenó el día en que enterraron a su madre. Los zapatos no eran de luto, pero ella no tenía otros, de modo que Karen marchó detrás del pobre ataúd así, con los zapatos rojos, y sin medias.

Precisamente acertó a pasar por el camino del cortejo un gran coche, en cuyo interior iba sentada una anciana señora. Al ver a la niñita, la señora sintió mucha pena por ella y le dijo al sacerdote:

-Deme usted a esa niña para que me la lleve y la cuide con todo cariño.

Karen pensó que todo era por los zapatos rojos, pero a la señora le parecieron horribles y le dijo a Karen que no se los pusiera nunca más. La niña fue vestida pulcramente y aprendió a leer y coser.

Por ese tiempo la Reina estaba haciendo un viaje por el país, con su hijita la Princesa. La gente, y Karen entre ella, se congregó ante el palacio donde ambas se alojaban, para verlas. La princesita salió a un balcón, sin séquito que la acompañara ni corona de oro, pero ataviada enteramente de blanco y con un par de hermosos zapatos rojos.

Llegó el tiempo en que Karen tuvo edad para recibir el sacramento de la confirmación. Se vistió con elegancia y… se puso los zapatos rojos (igual que la princesa). Todo el mundo miraba los pies de la niña. Ésta no pensaba en otra cosa cuando el sacerdote extendió las manos sobre ella, ni cuando le habló del sacramento. Karen sólo pensaba en sus zapatos rojos.

Era un hermoso día de sol. Karen y la anciana señora tenían que pasar a través de un campo de trigo, por un sendero bastante polvoriento. Junto a la puerta de la iglesia había un soldado viejo con una muleta que se inclinó para preguntar a la dama si le permitía sacudir el polvo de sus zapatos. La niña extendió también su piececito. Al llegar la tarde la señora ya sabía que Karen se había puesto los zapatos rojos. Ordenó que cada vez que Karen fuera a la iglesia llevara zapatos negros, aunque fueran viejos. Pero el domingo siguiente, fecha en que debía recibir su primera comunión, la niña contempló sus zapatos rojos y luego los negros… Miró otra vez los rojos… y se los puso.

-¡Vaya! ¡Qué hermosos zapatos! -exclamó el soldado. Y tocó las suelas de los zapatos con la mano.

La anciana entró en la iglesia acompañada por Karen. Todos miraban otra vez los zapatos rojos de la niña. Cuando Karen se arrodilló ante el altar en el momento más solemne, sólo pensaba en sus zapatos rojos y olvidó rezar el Padrenuestro. Cuando salieron del templo, la anciana se dirigió a su coche. Karen levantó el pie para subir al carruaje y el soldado, que estaba tras ella, dijo:

-¡Lindos zapatos de baile!

Sin poder impedirlo, Karen empezó a bailar. ¡Como si los zapatos tuvieran algún poder! El cochero tuvo que correr tras ella, sujetarla y llevarla al coche, pero los pies continuaban danzando. Karen tuvo que quitarse los zapatos para poder descansar. Al llegar a la casa, la señora guardó los zapatos en un armario.

La anciana cayó enferma de gravedad. Era necesario atenderla y cuidarla. Pero en la ciudad se daba un gran baile y Karen estaba invitada. Decidió asistir a la fiesta. Se calzó los zapatos, se fue al baile y empezó a danzar. Pero los zapatos la llevaron hacia la puerta, y luego escaleras abajo, y por las calles, y fuera de la ciudad hasta llegar al bosque. La niña quiso quitarse los zapatos, pero era imposible: estaban adheridos a sus pies. Tenía que bailar, por campos y praderas, bajo la lluvia y bajo el sol, de día y de noche.

Entró bailando al cementerio y vio a un ángel de pie junto a una tumba. El rostro del ángel era sombrío y su mano sostenía una espada.

-Tendrás que bailar -le dijo-. Hasta que estés pálida y fría y la piel se te arrugue y te conviertas en un esqueleto. Bailarás de puerta en puerta, y allí donde encuentres niños orgullosos y vanidosos llamarás para que te vean y tiemblen.

Cierta mañana pasó danzando ante su casa. Vio un ataúd y supo que la anciana señora había muerto. Siguió, siguió danzando. Con los pies desgarrados y sangrantes. Llegó a una casita solitaria, donde vivía el verdugo. Llamó:

-¡Ven! ¡Ven! ¡Yo no puedo entrar, estoy bailando!

-¿Acaso no sabes quién soy yo? -respondió el verdugo-. Soy el que corta la cabeza a la gente mala. 

-¡No me cortes la cabeza -rogó Karen-, pero, por favor, córtame los pies, con los zapatos rojos!

El verdugo le cortó los pies con los zapatos, pero éstos siguieron bailando con los piececitos dentro y se alejaron hasta perderse en las profundidades del bosque. Luego el verdugo le hizo un par de pies de madera y dos muletas. Así Karen se dirigió a la casa del párroco y suplicó que la tomaran a su servicio, a cambio de un techo y vivir entre gente bondadosa. La esposa del sacristán se compadeció y aceptó

El domingo siguiente fueron todos al templo y preguntaron a Karen si quería ir con ellas. Pero Karen miró sus muletas tristemente y con lágrimas en los ojos. Se fueron sin ella a la iglesia, mientras la niña se quedó sentada sola en su pequeña habitación. Estaba leyendo su libro de oraciones, cuando oyó el órgano que el viento traía desde la iglesia. Levantó su rostro cubierto de lágrimas y dijo: «¡Oh, Dios, ayúdame!»

En ese momento el sol brilló alrededor de ella y el ángel apareció. Ya no tenía en la mano la espada, sino una hermosa rama verde con la que tocó a Karen. El corazón de la niña se colmó de sol, de luz y de alegría y se rompió. Su alma voló hacia el cielo

También

Los 10 mejores cuentos de la literatura

Deja un comentario

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Descubre más desde DIVINAS PALABRAS. Victoria Monera

Suscríbete ahora para seguir leyendo y obtener acceso al archivo completo.

Seguir leyendo

Scroll al inicio