EL GIGANTE EGOÍSTA. Oscar Wilde

EL GIGANTE EGOÍSTA es un bellísimo cuento escrito por Oscar Wilde. Un cuento con un final religioso que sorprende al lector. Me gusta releer de vez en cuando esta tierna historia y también la biografía de este autor tan controvertido y polémico. De vida apasionada y con un final triste. Siempre estuvo discutiendo con la religión, dudando, entonces leo este cuento y yo no dudo de la absoluta religiosidad de este escritor. Repito, fijaos bien en el final. A partir de esta lectura cambia toda la visión de su vida y de su obra.

Sobre el autor

OSCAR WILDE (Dublín, 1854-París, 1900). Genial estudiante que dominó varias lenguas y empezó a cosechar premios y éxitos literarios desde muy joven. Combinó sus estudios con frecuentes viajes que lo llevaron a Italia, Grecia y Francia.

Defensor de la teoría estética «el arte por el arte» y del «dandismo», fue un hombre controvertido, del que se cuentan muchas anécdotas.

Su éxito se debe a sus afilados e ingeniosos comentarios y a la crítica satírica que siempre hacía de la sociedad.

Escribió poesía, artículos literarios, cuentos, teatro y una sola novela, «El retrato de Dorian Grey», considerada una obra maestra de la literatura mundial (en esto estoy totalmente de acuerdo; lectura imprescindible).

Toda su vida cambió tras ser encarcelado, después de un largo proceso judicial. Wilde había demandado al padre de su amante, Alfred Douglas, por difamación (lo habían acusado de homosexualidad). Tras varios juicios, Wilde fue declarado culpable y condenado a dos años de prisión y de trabajos forzados. Salió de la cárcel, cambió de nombre y fue a París donde no pudo rehabilitarse; allí murió abandonado e indigente a los cuarenta y seis años. Sus obras no se publicaron ni representaron hasta después de su muerte.

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EL GIGANTE EGOÍSTA

Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso; por aquí y por allá se abrían flores luminosas como estrellas.

-¡Qué felices somos aquí! -se decían.

Pero un día el Gigante regresó. Había ido de visita donde su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años.  Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

-¿Qué hacéis aquí? -surgió con su voz retumbante.

Los niños escaparon corriendo en desbandada.

-Este jardín es mío. Es mi jardín privado-dijo el Gigante-; todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.

Y, de inmediato, alzó una pared muy alta y en la puerta puso un cartel que decía:
«ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA»

Era un Gigante egoísta…

Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar.

Cuando la Primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el Invierno todavía. Como no había niños, los pájaros no cantaban y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra.

Los únicos que ahí se sentían a gusto eran la Nieve y la Escarcha.

-La Primavera se ha olvidado de este jardín -se dijeron-, así que nos quedaremos aquí todo el año.

Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Vino envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día.

-¡Qué lugar más agradable! -dijo-. Tenemos que decirle al Granizo que venga también.

Y vino el Granizo.  

-No entiendo por qué la Primavera se demora tanto en llegar aquí -decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana-; espero que pronto cambie el tiempo.

Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.

-¡Qué bueno! Parece que al fin llegó la Primavera -dijo el Gigante.

¿Y qué es lo que vio?

Ante sus ojos un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños y habían trepado a los árboles que estaban tan felices que se habían cubierto de flores. Los pájaros revoloteaban cantando y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón el Invierno reinaba. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niñito. Pero era tan pequeñín que no lograba alcanzar a las ramas del árbol. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve.

-¡Sube a mí, niñito! -decía el árbol. Pero el niño era demasiado pequeño.

El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

-¡Cuán egoísta he sido! -exclamó-. Ahora sé por qué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a derribar el muro.

Bajó entonces la escalera y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo aquel pequeñín del rincón más alejado no escapó, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo tomó gentilmente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas y el niño abrazó el cuello del Gigante y lo besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera regresó al jardín.

-Desde ahora el jardín será para vosotros, hijos míos -dijo el Gigante.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás.

Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.

-Pero, ¿dónde está el más pequeñito? -preguntó el Gigante-, ¿ese niño que subí al árbol del rincón?

El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.

-No lo sabemos -respondieron los niños-, se marchó solito.

-Díganle que vuelva mañana -dijo el Gigante.

Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía. Y el Gigante se quedó muy triste.

Todas las tardes al salir de la escuela los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más chiquito no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños pero echaba de menos a su primer amiguito.

Fueron pasando los años y el Gigante se hizo viejo. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.

Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno pues sabía que era simplemente la Primavera dormida y que las flores estaban descansando.

Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado. Era realmente maravilloso lo que estaba viendo. En el rincón más lejano del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.

Lleno de alegría el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño su rostro enrojeció de ira, y dijo:

-¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?

Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos; y también en sus pies.

-¿Pero, quién se atrevió a herirte? -gritó el Gigante-. Dímelo, para coger la espada y matarlo.

-¡No! -respondió el niño-. Estas son las heridas del Amor.

-¿Quién eres tú? Un extraño temor lo invadió y cayó de rodillas ante el pequeño.

Entonces el niño sonrió al Gigante y le dijo:

-Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en el mío, que es el Paraíso.

Y cuando los niños llegaron esa tarde encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir y estaba totalmente cubierto de flores blancas. 

(Versión adaptada)

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