LA LECHERA y otros relatos de Manuel Herranz

LA LECHERA, en versión de Manuel Herranz. Manuel era un afamado y autodidacta poeta que residía en Jávea (Alicante). Nos acompañó durante unos años en nuestra tertulia y allí pudimos disfrutar de algunos de sus poemas y relatos. Os dejo tres de ellos; el primero en verso y los otros dos en prosa.

La fábula «La lechera»

Manuel nos ofrece aquí su versión de esta famosa fábula que, curiosamente, no está protagonizada por animales. Ya sabéis que una fábula es una historia de la que hay muchas versiones; antiguas y modernas, en verso y en prosa. Yo os ofrezco LA LECHERA. TRES VERSIONES CLÁSICAS y he decidido añadir esta porque es interesante comparar diferentes autores y porque Manuel era un buen amigo. Os la recomiendo.

LA LECHERA

Con una orza de leche a la cabeza,

producto de  la leche de su vaca,

una humilde lechera, un toma y daca,

pensó para salir de su pobreza:

“Como la leche es buena, se decía,

la venderé a buen precio en el mercado

y con lo que, por ella, me hayan dado,

en huevos lo echaré, y en veintiún días

de cada huevo un pollo habrá nacido,

y echándoles buen pienso en el cebero

ya tendré a rebosar el gallinero

con lo que en mes y medio hayan crecido.

Cuando ya estén tan grandes como quiero

los venderé por más de lo pagado,

así con la ventaja que he sacado

habré multiplicado mi dinero.

Me  haré un vestido nuevo, lo primero,

y como la más guapa yo seré,

en mí se fijará, y me casaré

con el hijo mayor del molinero”.

Creyéndose ya ver abierto el cielo,

cantando iba y saltando alegremente,

pero dio un tropezón y de repente,

se le estrelló  la orza contra el suelo.

Adiós  huevos, gallinas y dinero,

adiós maravillosos pensamientos,

adiós a mi anhelado casamiento

con el hijo mayor del molinero.

«Pero un fracaso a mí no me amilana,

sírvame  de lección lo que ha pasado,

la leche portaré con más cuidado

y volveré a empezar desde mañana».

Debemos pensar en ciertos casos,

que aunque la realidad frustre los sueños,

sin perder la ilusión, poniendo empeño,

podemos aprender de los fracasos.

Un breve cuento que escribió Manuel Herranz para comentar el eterno tema de la mujer «solterona» en la literatura.

EL BAÚL DE TÍA JOBITA

Tía Jobita era una joven bonita y atractiva.

No faltaba nunca un galán en su venta atraído por sus apreciables dotes, si bien ella, entre bromas y entre veras, se mostraba en extremo selectiva.

Pagada del premio que merecían sus virtudes, bordaba con esmero las delicadas prendas de su ajuar, como correspondía a toda muchacha joven que se preciara de elevados principios. Así, entre vainicas y festones, esperaba la llegada del apuesto caballero que mereciera la  ofrenda de aquellas delicadas prendas y de otras que, con el más riguroso celo, preservaba.

Sujeta, por una parte, a una educación severa, monjil y mojigata; por otra, inducida por sus mayores a elegir cierto tipo de pretendiente, cuyas dotes no llegaban nunca a satisfacer el ideal de varón que en sus ilusiones se había forjado.

Desde su ventana veía pasar el tiempo, observando con cierta envidia a las jóvenes parejas que paseaban al atardecer y festejaban sin malicia el amor, travieso y juvenil. Y, burlando al farolero, apagaban la luz de la calleja para buscarse (al amparo del pálido reflejo de la luna) las formas evidentes; se acariciaban, poniendo y quitando barreras al recato, saboreando la dulzura que a su pasión brindaba el cómplice paseo entre la celestina fronda de los setos y la alcahueta flora de las alheñas y de los arrayanes.

Sus novios se aburrían al verla aumentar el decoro de su enclaustrada decencia. Y así se fue pasando el mágico albedrío de sus hermosas veinte primaveras, empujándola hacia un célibe otoño gris, triste y estéril donde se perdió un sueño juvenil que, sin duda, imaginó dorado.

Tras la verja herrumbrosa de un vetusto balcón, orlado por la hiedra, ya marchita y sedienta; descorriendo a hurtadillas el crochet amarillento, descolorido y rancio del visillo; con la frente pegada al cristal, el rostro pensativo y un gesto de tristeza en la mirada; soportando con la resignación de una gata hogareña el tenaz aburrimiento; ahogando un íntimo sollozo, tía Jobita hurgaba tristemente en sus recuerdos y evocaba una historia de idílicas promesas y proyectos que alguna vez llenaron los sueños de su fugitiva juventud.

Entre los cachivaches de un oscuro desván, en un viejo baúl al que invade la carcoma, duerme el sueño frustrado de un mundo de ilusiones bordadas con esmero en la seda obsoleta de un virtuoso ajuar que se destiñe, olvidado, entre polilla, polvo y un penetrante olor a naftalina que anula la fragancia de un virginal trusó.

Como una irónica y cruel metáfora escucha cada noche el macilento chirriar del último tranvía que, como sus ilusiones, se aleja, desapareciendo lentamente en la distancia.

Buen compañero de clase y hombre sabio en la vida, tras leer y comentar algunos cuentos de misterio-miedo, Manuel nos escribió este breve relato.

EL TESTIGO

El estruendo fue pavoroso. Los que estábamos presentes en el momento de producirse el impacto nos quedamos aterrados.

El turismo rojo se precipitó contra el enorme camión, que venía en dirección contraria. No parábamos de hacer especulaciones sobre lo sucedido. Si fue por una distracción del camionero o por un despiste del conductor del turismo, será cuestión a dilucidar por los peritos entendidos en la materia. Lo cierto es que el coche pequeño acabó empotrado debajo de los ejes del camión.

No tardaron mucho en llagar los agentes de la Guardia Civil; mientras uno se disponía a levantar el acta del suceso, otro daba parte a los bomberos y a los servicios de urgencia (que tampoco habían tardaron mucho en llegar). A mí, aturdido por la impresión, el tiempo se me hacía eterno.

Los bomberos, provistos de una grúa, levantaron el enorme camión y extrajeron el turismo; haciendo uso de una sierra mecánica rescataron el cuerpo del herido. A la primera ojeada, los facultativos de los servicios de urgencias vaticinaron que poco se podía hacer por el infortunado ocupante del vehículo pequeño.

No obstante le practicaron los primeros auxilios con la esperanza de que respondiera a alguno de los estímulos a los que fue sometido, en tanto que, a toda velocidad, ponían rumbo al hospital custodiados por los agentes de la Guardia Civil que les iba dejando el paso expedito.

Durante el trayecto, a fin de conocer la identidad del herido, registraron su cartera donde hallaron que tenía un testamento vital por el que donaba su cuerpo a la ciencia en caso de muerte prematura. Los médicos del SAMUR pusieron en antecedentes a las autoridades y a los médicos del hospital para que fueran distribuyendo los órganos susceptibles de ser trasplantados a otros cuerpos y para que los posibles receptores estuvieran preparados. Como el interfecto era joven y sano todos sus órganos podrían ser aprovechados.

A mí me llevaron en la ambulancia como principal testigo del evento. O eso pensaba yo, porque cuando llegamos al hospital nadie me preguntó nada.

Desde mi puesto de observador privilegiado tuve la ocasión de seguir paso a paso todo el febril desarrollo de aquella factoría que se había montado a mi alrededor y que ahora puedo referir con todo lujo de detalles.

Lo primero que hicieron fue colocar al finado encima de una mesa y empezar a despedazarlo.

Al ver como extraían los intestinos me vino a la memoria la matanza del cerdo que yo presencié en el pueblo de mi madre cuando era pequeño.

Un riñón a una bandeja. Otro a otra. El hígado a una fuente de acero. Los ojos a otro recipiente. Un grupo de asistentes auxiliares se los iba llevando, no sé adónde, como hacían la Sabina y la tía Eustaquia cuando portaban los despojos del cochino desde el corral, en el que se había llevado a cabo la ejecución, hasta el obrador del tío Lucas.

Cuando terminó aquel ir y venir de domésticos acelerados disfrazados con batas y antifaces de tela azul y después de echar las piltrafas dentro de lo que quedaba de aquel cuerpo abierto en canal, lo cosieron con hilo de bramante y lo metieron en un saco de goma que cerraba con una cremallera.

Borraron todas las huellas del desastre con agua y un líquido aséptico y abandonaron la sala de operaciones. Yo me quedé allí esperando a que alguien me preguntara algo, que para eso me habían llevado allí. O eso pensaba yo, porque no apareció ni la policía ni nadie.

Y aquí estoy yo, deambulando tranquilamente, pero sintiendo la cada vez más extraña sensación de estar flotando en una nube.

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