LA VISIÓN PERIFÉRICA

LA VISIÓN PERIFÉRICA

Hoy he ido a la playa. Me he instalado en plan comodón, con mi sombrillita nueva de rayas en tonos azules (playa: azul), mi sillón con brazos (también azul pero sin rayas), mi toalla amarilla (para no repetirme, caramba) y mi bolso con todos los enseres necesarios para este evento: crema protectora (dos, facial y corporal, hay que tener estilo), unos pasatiempos, una botellita de agua (como dicta la moda, todo el día bebiendo agua, cojones), por supuesto el móvil y a mi marido. Que también tengo que sacarlo. Se merece un día de relax el hombre. Ah, y la visión periférica.

Después de un paseíto y un bañito, al sol; la visión periférica (esa que dicen que solo tenemos las mujeres) ha empezado a trabajar. A mi izquierda dos féminas adolescentes y un señor que, supongo, era el padre de una de ellas. La que habla. La otra nada.

-Él (con voz cansada). No te pongas tanta crema.

-Ella (enojada). Calla ya. Siempre igual.

-Él. Han dicho en la tele que crema sí, pero eso que te estas poniendo tú es aceite. Es malo.

-Ella. ¿Qué dices? ¿Tú qué sabes de estas cosas?

-Él. Lo han dicho en la tele.

-Ella. Pero, ¿no me lo estoy poniendo yo?, ¿a ti qué te importa?

-Él. Es que nunca me haces caso y luego pasa lo que pasa.

-Ella. Mira, calla ya. Ya sabía que no tenía que venir.

Tras esta demoledora charla he decidido apagar la conexión y cambiar de canal.

A la derecha. Una pareja de jubilados madrileños que tienen un apartamento ya hace años. Aburridos un poco. Ha pasado un conocido (misma edad, modelo y urbanización) y se han lanzado a devorarlo, ansiosos de plática. En un tono de voz insultante para todos los que estamos a su alrededor:

-Ella. ¿Cómo estás? ¡Cuánto tiempo sin verte!

-Vecino. Llegué ayer viernes. Mi mujer no quería venir antes porque la chiquilla está trabajando y no tiene con quien dejar al crío.

-Ella. ¡Los hijos! Solo nos llaman cuando quieren algo. Yo estoy con el teléfono en mano esperando a ver si vienen o no a comer. La chiquilla que no sabe. Que está esperando al novio ese que se ha echado ahora y no sabe cuándo vendrá. Y el chiquillo por ahí por el mundo, de escalada en yo qué sé dónde.

-Vecino. Sí. Siempre igual.

-Él. Bueno, pero nosotros estamos aquí disfrutando del sol. A pasar el veranito.

-Vecino. Pues sí. Que ya hemos cumplido a tenemos derecho a descansar.

-Ella. Sí. La vida es triste. Hay que padecer.

¡Qué agobio! ¡Cuánto sufrir! También desconecto.

Delante a pocos pasos una pareja joven con un bebé de casi un año. Los tres tumbados en una toalla-sábana o sábana-toalla. La niña preciosa con su chupete. La mamá intentando dormir un ratito y el papá entreteniendo a su hija. No me llegan sus voces porque habla bajito, casi susurrando. Deduzco por el estilo que son rusos (este año los hay a montón) y les agradezco de todo corazón que no deseen comunicar a toda la playa sus pensamientos. Media playa mirando al bebé.

En primera línea. Una pareja asidua del mes de julio. Cincuentones. Solos. Quince minutos de sol. Quince minutos de baño. Quince minutos de palas. Y vuelta a empezar. A la una en punto, a comer. ¿Serán suizos? Eso sí, ni los notas.

Otra pareja de treintañeros hispanoamericanos. Llegan bien equipados. Sombrilla, hamacas, toallas, nevera, rueda hinchable, bolsa de supermercado hasta los topes… Después de instalarse, abren la nevera y sacan una cervecita. Bien fría. Además abren una bolsa de papas. ¡Qué hambre! ¿Por qué no habré traído yo una enfriadora de esas, como ellos dicen?

En fin. Pletórica de sensaciones acabo. Agotada. ¡Qué estrés! Enojo, cansancio, aburrimiento, ansia, decepción, ternura, orden, envidia…

Mi marido no sabe la suerte que tiene careciendo de la jodida “visión periférica” esa.

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